jueves, 20 de noviembre de 2008

16. ...Y vino la Revolución (1910-1920)

A diferencia de lo que había ocurrido en la Guerra de Independencia, en el curso de este período, la Ciudad de México fue tomada y ocupada por las facciones en pugna, al menos en seis ocasiones. Así mismo, al convertirse en un escenario más de las contiendas experimentó una considerable afectación a su patrimonio.

De manera paradójica, aunque a un ritmo menor, registró una expansión física, de unos seis kilómetros cuadrados que se agregaron a la mancha urbana de 40.5 km2 heredada del Porfiriato. El incremento demográfico fue más notable, al igual que su contraste en relación a lo que aconteció con la población nacional. Mientras el contingente humano del país resintió una disminución de casi un millón de habitantes, el de la capital se incrementó en un treinta por ciento.

Según reportó el Tercer Censo General, el último que se levantó en el antiguo régimen, en 1910, habitaban la capital 471 mil almas. Al concluir la década que lo derribó, residían en ella alrededor de 600 mil. Una factible explicación es que, en esos años de incertidumbre y violencia, la ciudad haya sido visualizada como un refugio, o al menos como un lugar menos inseguro que el país revolucionado. Eso pudo haber sostenido la tradición de ser un polo atracción permanente de migrantes.

16.1 Escenario en disputa
Desde la perspectiva capitalina, en la complejidad de un proceso como lo fue la Revolución Mexicana, pueden destacarse los acontecimientos que aparecen a continuación:

16.1.1 Renuncia de Porfirio Díaz
La solidez de las instituciones, mostrada a propios y extraños en los festejos conmemorativos del Centenario del Inicio de la Independencia, resultó ser bien aparente. Bastó la caída en manos de los revolucionarios de una población fronteriza, distante de la capital, para que se lograra el objetivo primordial, el descabezamiento del régimen.

Gracias al sistema de comunicaciones, casi en forma inmediata se dio a conocer la noticia de la toma de Ciudad Juárez, ocurrida el 21 de mayo de 1911, y del resultado de las negociaciones que se llevaron a cabo entre las partes. El 24, la situación en la capital estaba a punto de salirse de control. Multitudes enardecidas recorrían las calles y los disturbios se generalizaron, a un grado tal, que fue necesario sacar las tropas, destinando algunas de ellas a resguardar la casa particular del Presidente, en la calle de Cadena y con mayor precisión, en la actual esquina de Bolívar y Venustiano Carranza.

Al día siguiente, mediante un texto mecanografiado en una sola cuartilla, después de hacer una serie de reflexiones, nacida de su propia experiencia como autor de movilizaciones armadas, Don Porfirio comunicó a la Cámara de Diputados su decisión de renunciar sin reservas. No quiso retener por más tiempo el poder, sabedor de que ello implicaría el seguir derramando más sangre. Antecede a su firma un párrafo en el que hace explícita la esperanza de que, “calmadas las pasiones que acompañan toda revolución”, su obra sea revalorizada por un juicio correcto. El un plazo que le da a su expectativa es muy corto, es el que resta para su muerte.

Algunos socarrones creen que tomó la decisión en el momento correcto. De haberse empeñado en resistir, como parece haber sido su posición original, la dimisión le habría sido arrancada por la vía de los hechos. El enjuiciamiento hubiera sido entonces no por la historia, sino por un tribunal nada espiritual, y finalmente, al encontrarlo culpable, habría sido sujeto a la misma pena que aplicó a viejos adversarios.

Los diputados, en sesión realizada el mismo día, jueves 25 de Mayo de 1911, le dieron trámite expedito, sin debate y con votación económica resolvieron aceptar la renuncia. En compañía de los suyos, familiares y adictos, tomó en San Lázaro el Ferrocarril Interoceánico, con rumbo al puerto de Veracruz. En sus muelles, el 31 de mayo, aborda el vapor Ipiranga, de bandera alemana, quizás entonces masculló, profético, “Madero ha soltado el tigre, vamos a ver que tan capaz es de volverlo a meter a la jaula”.

16.1.2 Entrada triunfal de Francisco I. Madero

Dos semanas después de la renuncia de Porfirio Díaz, el miércoles 7 de junio de 1911, los capitalinos se despertaron sacudidos por un fuerte sismo. El saldo de cerca de treinta muertos y varios edificios dañados, sin dejar de lado el susto provocado por el temblor, que bien pudo haberse interpretado como un mal augurio de lo que estaba por venir, no menguó los ánimos de la población. Ese día, la ciudad se entregaba al Apóstol de la Democracia, haciendo de su entrada el motivo de júbilos y festejos, ¡cuántas veces se había repetido este desbordamiento!

Hay una similitud con lo acontecido unos noventa años atrás, al igual que Iturbide, Don Francisco I. Madero se apoderaba de la ciudad, sin hacer uso de la violencia, sin disparar un solo tiro. Lo peor vendría después. En octubre, se llevó a cabo el trámite de las elecciones, que vino a formalizar el triunfo del coahuilense. Al siguiente mes, el martes 6 de noviembre de 1911, asumió la Presidencia de la República.

16.1.3 La Decena Trágica
Tomar el poder, había sido relativamente fácil. Ejercerlo para sostenerse en él fue una tarea insuperable. Los quince meses de su mandato transcurrieron en medio de presiones y amenazas, que mostraron sus limitaciones. No era tan sólo la falta de experiencia, le faltó un mínimo de sentido político. Si bien no estaba a la altura de ser un estadista, un hombre de estado, lo más grave fue su incapacidad para percibir las verdaderas razones que habían despertado al tigre. El Dictador había sido echado abajo no tanto por las aspiraciones democráticas de sus compatriotas. Ese objetivo fue tan sólo el detonante de fuerzas sociales, históricamente agraviadas, que se movían en las profundidades del alma nacional. El motivo de su emergencia era el encontrar respuestas a problemas de mayores dimensiones, que el norteño no estaba en posibilidades de ofrecer. Influye también el modelo de ejercicio de poder que se pretendía sustituir.

La acumulación de conflictos, sumada a la incapacidad ya no de solucionarlos, sino al menos de darles un cauce, hizo crisis en febrero de 1913, en el centro político de la nación. El día 9, una parte de la guarnición de la capital se sublevó. Los rebeldes, encabezados por Félix Díaz y Manuel Mondragón, se apoderaron de la Ciudadela. No podía existir un lugar más propicio a sus objetivos, se encontraba ahí el Almacén de Artillería y la Fábrica de Armas.

Posesionado del lugar, Mondragón hizo gala de sus conocimientos en la rama del ejército donde se había formado como militar. Su trayectoria no le había dado una oportunidad similar. Hizo gala de sus conocimientos y sujetó a la ciudad a un despiadado bombardeo. Día a día, en ese episodio que se conoce como la Decena Trágica, elegía con cuidado sus objetivos, los que alcanzaba con toda la impunidad que le permitía la sospechosa inmovilidad de Victoriano Huerta, general porfirista al que Madero había encomendado su destino.

Las bajas civiles fueron cuantiosas, los capitalinos habían tratado de adaptarse sin éxito a las inéditas circunstancias y pagaron caro la osadía de tratar de llevar sus vidas en ese entorno. El 15 de febrero se pactó una tregua, con el propósito, entre otros, de recoger los cadáveres. Ante la imposibilidad de darles cristiana sepultura, los cuerpos se colocaron apresuradamente en siniestros montones y se les prendió fuego. En la madrugada del domingo 16, las hogueras de leños humanos rompían las sombras y un fúnebre olor a carne chamuscada se extendía por doquier. Traicionado por los supuestos leales, víctima de sus propios errores, el 18 de febrero de 1913, la aprehensión del Presidente Madero y el Vicepresidente Pino Suárez, cierra esos trágicos días.

Contra la pared, a cambio de preservar su vida y permitirles salir de la ciudad, Madero y Pino Suárez acceden a renunciar a sus cargos. Ese día, el 19 de febrero, ocurre el efímero paso por la presidencia de Pedro Lascuraín Paredes. En menos de una hora, algo que quizás nadie se haya preocupado por registrar en el ocioso prontuario de Guinness, el golpe de estado se cubre con un velo de legalidad. El general porfiriano Victoriano Huerta, el último jalisciense en ocupar ese cargo, se convierte en el nuevo Presidente de la República.

La ingenuidad y total indisposición para la política, tuvieron el natural desenlace. La noche del 22 al 23 de febrero de 1913, Madero y Pino Suárez fueron asesinados en las cercanías de la Penitenciaría de Lecumberri, bajo el pretexto de querer darse a la fuga.

16.1.4 Los meses de la dictadura
Lo inestable de la coalición que lo llevó al poder, sumado a la irrupción de las fuerzas convocadas en el Plan de Guadalupe y las presiones internacionales, hizo del supuesto gobierno de Victoriano Huerta un desastre. Permaneció en el cargo hasta la primera quincena de julio de 1914.

Desde los primeros días, se mostró que el remedio había sido peor que la enfermedad. Los que lo vieron como una solución perdonaban su crueldad, de la fueron víctimas Belisario Domínguez, Serapio Rendón y otros legisladores, pero los alarmaba su ineficiencia y frivolidad en la conducción de los asuntos públicos, hay de dictadores a dictadores. Su caso fue una edición más de alguien que pudo hacerse del poder y, ya instalado, no tuvo la menor idea de donde se encontraba. Despachaba en un estado cercano a la total embriaguez, el que parecía permanente. Su dosis etílica mínima, se dice, era una botella de coñac al día. Era frecuente el que se perdiera en las noches, y que al buscarlo se le encontrara paliando los efectos de la resaca en un puesto de fritangas.

Presionado en los frentes interno y externo, disolvió su gabinete el 10 de julio de 1914 y cuatro días después entregó el despacho al Secretario de Relaciones Exteriores, Francisco Carvajal. El sucesor permaneció en el cargo menos un mes, tras arreglar la transferencia del poder en los Tratados de Teoloyucan, el 13 de agosto abandonó la ciudad. Obregón la ocupó dos días después y el 20 se llevó a cabo el desfile de la victoria, sin la participación de los caudillos campesinos.


16.1.5 Los campesinos revolucionarios
Al fracasar en la Convención de Aguascalientes toda posibilidad de acuerdo entre los jefes de las facciones, los caudillos de los campesinos del norte y del sur conferenciaron en Xochimilco a principios de diciembre de 1914, y acordaron una alianza militar, además de resolver ciertas diferencias personales. Dos días después de esos arreglos, intrascendentes para el futuro del país, sus contingentes hicieron la entrada triunfal a la ciudad de México.

De esa fecha data la foto que se tomaron en el Palacio Nacional, en la que Francisco Villa aparece sentado en la silla presidencial. Emiliano Zapata se negó rotundamente a hacer tal cosa. Con ciertas diferencias, ambos tenían iguales sentimientos en relación a ese símbolo de poder, aunque el sureño proponía que era mejor quemarla, debido a que era el motivo de discordia entre los mexicanos.

Ese momento captado por la cámara, es en verdad patético, mueve a tristeza. Los campesinos tenían la ciudad más importante del país en sus manos, estaban en el recinto donde se ejerce la autoridad e incluso se habían adueñado del simbólico asiento. Lo lamentable es que se tomaron la fotografía, y tal como lo habían platicado en Xochimilco, dejaron todo eso encomendado en quienes supuestamente sí sabían como y para que servía el poder.

Aunque ocurrieron durante la estancia de los campesinos excesos en contra de los residentes o de sus bienes, algo relativamente normal dado lo numeroso de los contingentes, se ha dicho que, sobre todo los zapatistas, eran tímidos y se conducían por la ciudad con gran humildad. En tanto Villa se apostaba en la Estación de Guadalupe con sus huestes, Zapata lo hizo en un modesto hotel que se encontraba por la de San Lázaro, según da cuenta una placa sobre la calle a la que éste suceso le dio su nombre, a una cuadra de Anillo de Circunvalación y enfrente del jardín de la Parroquia de Nuestra Señora de la Soledad.

Algo que se cuenta del paso del Centauro del Norte, y es que uno de esos días, colocó en las esquinas de las antiguas calles de San Francisco y Plateros, el nombre del Mártir de la Democracia que había mandado poner en cuadros de madera. Unificó el nombre de esa ruta de acceso al Zócalo, y advirtió que el que osara quitar esas tablas, lo pagaría con su vida.

16.1.6 Hacia la pacificación
Los guerreros del norte y los guerrilleros del sur, permanecieron en la ciudad poco más de un mes, en el cenit de la participación de los que veían en la Revolución una lucha por la tierra. El 26 de enero, una vez que evacuaron la capital, Álvaro Obregón la tomó por segunda ocasión, reteniéndola unos quince días.

Después de las derrotas en el Bajío, que hicieron trizas a la poderosa División del Norte, el 2 de agosto de 1915 los constitucionalistas tomaron en definitiva la ciudad. Sería la penúltima ocasión que ocurriría.
Al fracturarse la coalición, en el enfrentamiento final entre Venustiano Carranza y Álvaro Obregón, y tras la llamada huelga de los generales, el 7 de mayo de 1920 los obregonistas se apoderaron de la urbe. Desde entonces, nunca más ha vuelto a ser el botín de alguna facción. Hubo tres intentos de golpe militar y un fuerte conflicto por motivos religiosos, la rebelión cristera, pero ni de lejos significaron una amenaza.

16.2 Deforestación del Zócalo y otros acontecimientos menores
Hacia 1916, bajo el pretexto de que los árboles del exterior de la Catedral y los que se encontraban en la Plaza de la Constitución, no permitían observar a plenitud la magnificencia de las edificaciones que lo rodean, se talaron todos los fresnos. Para no dejar desprovisto el Zócalo, se hicieron jardines, se colocó una fuente en el centro y cuatro en las esquinas. Una versión que se tiene acerca de esta medida es que fue una razón de seguridad la que llevó a la desforestación; se temió que la espesura del arbolado permitiera que se apostara un francotirador y con esa ventaja atentara en contra de la vida del presidente, o de algún otro personaje de altos vuelos.

En los años de 1911 y 1917, los tranviarios realizaron sendas huelgas. En el segundo de los conflictos, el gobierno se vio compelido a ofrecer una alternativa. Se autorizó el transporte de pasajeros en camiones, y superado el problema sindical se decidió que continuara esta opción.

Se dice también que en esta época los conductores de algunos taxis, cuyos sitios se encontraban en las inmediaciones de la plaza, determinaron que era más conveniente ir a buscar a los clientes, que esperarlos en el sitio. De esta manera, empezaron a movilizarse dando vueltas en el circuito del Zócalo, o por algunas calles del centro, lo que llevó a denominarlos como ruleteros.

No hay comentarios: