jueves, 20 de noviembre de 2008

12. La Ciudad de México en la época de las Reformas Borbónicas (Siglo 18)

12.1 Visión de conjunto
Esta época se caracteriza por el engrandecimiento patrimonial que experimentó la Ciudad de México, reflejo de la generación de riqueza a que dieron lugar las reformas promovidas por los Borbones. En su intención de obtener mayores beneficios de sus posesiones en América, durante la segunda mitad del Siglo 18, aplicaron profundos cambios en las relaciones que con ellas sostenían.

En el orden económico, no fue difícil encontrar una actividad que, con una inversión no muy cuantiosa, les podría redituar rendimientos en una proporción superior. No era la agricultura o la ganadería, sujetas a la eventualidad de los temporales y con pobres utilidades, sino la minería. Los apoyos que se le brindaron fueron en toda una gama que implicó desde la creación de una institución que formara los cuadros requeridos, el Real Colegio de Minería, antecedente de la enseñanza técnica en México, hasta disposiciones tendientes a facilitar la producción y las compras de mercurio, esencial para la extracción de la plata.

Es muy interesante la manera como se promovió y fortaleció al segmento empresarial especializado en la explotación de las minas, al que se respaldó con la creación de un ente que representaba sus intereses, similar al que tenían los grandes comerciantes, el Consulado. También, se les otorgó el privilegio de un Tribunal exclusivo, que diera trámite expedito a todos los asuntos que se le presentaran en la materia, complementado con un esquema de financiamiento o banco de avío.

El resultado se obtuvo en un plazo de verdad corto, con el consiguiente ascenso de este grupo social, cuyos caudales se expresaron en la erección de suntuosas residencias. Dado que eran fervorosos creyentes, una parte considerable de sus cuantiosas ganancias se destinaron a la rehabilitación y el enriquecimiento de templos y conventos. En un recorrido por las calles céntricas de la capital, se observa que una buena parte de las imponentes casonas edificadas en el último tercio del Siglo 18 pertenecieron al sector social inmerso en la explotación de las minas.

Otras de las Reformas Borbónicas fueron aplicadas a los ramos administrativo y militar, lo que engrosó el aparato burocrático, y propició el surgimiento de un ejército profesional. No hubo ámbito de la sociedad novohispana que no fuera sujeto a un reordenamiento, ni siquiera el de la poderosa estructura de la Iglesia, limitada en varias de sus facultades y golpeada en 1767 con la expulsión de la Compañía de Jesús de los dominios coloniales.

En su conjunto, las transformaciones consolidaron a la capital de la Nueva España como la urbe más populosa e importante del continente, convirtiéndose en el centro espiritual de la América Española, como lo era Madrid en todo el Imperio Ibérico.

En 1772 se estima una población de 112,462 habitantes, y 20 años después alcanzaba los 129,602. La mayor parte del caserío era de tezontle, piedra, cal y canto, aunque en los barrios circundantes las viviendas estaban hechas de adobe, barro y aún de carrizo.

En el ocaso del siglo, se le calcula una superficie de 10.7 km2. Sobre el entramado urbano actual, la Ciudad llegaba, por el Norte, se extendía hasta donde termina Tlatelolco y empieza la Colonia Ex-Hipódromo de Peralvillo. En el sur, rebasaba por fin la Avenida Chimalpopoca, y la construcción de casas perfilaba lo que en el siglo siguiente sería la Colonia Hidalgo, antecedente de la Doctores. Al oriente, dirección en la cual la expansión parecía haberse estancado, debido a lo fangoso de los terrenos, si tomamos como referencia el Anillo de Circunvalación, llegaba un poco más allá del Mercado de La Merced. El límite oeste era más bien irregular, partía del cruce de la calle Dr. Navarro con la Avenida Niños Héroes, donde se encuentran hoy instalaciones de la Procuraduría capitalina, y tomando el curso de la Avenida Chapultepec, bordeaba la Ciudadela, seguía por Bucareli e incluía una parte de la Ribera de San Cosme.
12.2 Rasgos arquitectónicos
El rasgo más importante fue la explosión, clímax y fin del barroco, registrándose el mayor auge constructivo entre 1720 y 1780. El carácter dependiente de la colonia se manifestó en los estilos arquitectónicos, que se adoptan de los imperantes en la Madre Patria. Los artífices mayormente reconocidos, como es el caso de los Maestros de Obra de la Catedral, eran peninsulares y suelen ser los encargados de su difusión.

Sin embargo, es innegable que no se trata de una copia fiel. Es más bien un proceso de adopción, que de adaptación. Si lo característico del barroco es la exageración del adorno, el énfasis en la ornamentación, que se impone a las líneas clásicas, renacentistas, hasta ahogarlas, hay que tomar en cuenta a los que concretaban las ideas de los grandes alarifes.

Los peones, o albañiles en términos modernos, y sus capataces novohispanos, reinterpretaron el estilo importado, y plasmaron muchos elementos tomados de la flora, la fauna, los paisajes y la forma de ver la vida y al ser humano que eran su inmediata referencia, pues poca o nula oportunidad tuvieron ellos de estar en contacto directo con la matriz foránea. Se puede hablar, así, de una variante mexicana del barroco, más cercana a los elementos que anticipan ya un cierto nacionalismo, cuyos resultados nos acercan más a lo propio que a lo ajeno.

Por otra parte, la mayoría de las fuentes destacan un elemento característico de esta etapa, la proliferación en el uso de la columna estípite, de forma romboidal, y que vino a desplazar por completo a la salomónica, que semeja a una serpiente enrollada en la pilastra.

A finales de la centuria, llevado a sus últimas consecuencias, el barroco mexicano llegó a su agotamiento. Cual si fuera un péndulo, reflejo nuevamente de nuestro carácter dependiente, es sustituido abruptamente por una concepción inspirada de nuevo en el modelo grecolatino, inervado por la crítica a los excesos en el decorado, aparece y se impone el neoclásico.

12.3 Ciudad religiosa
A pesar de los golpes que recibió de las reformas borbónicas, la Iglesia mantuvo su peso y hegemonía. En la ciudad, detentaba la propiedad de más del cincuenta por ciento de las fincas urbanas, sin considerar los predios que ocupaban los templos y conventos. Era el consumidor más importante de bienes y servicios.

A través del registro de bautizos, matrimonios y defunciones, regulaba con el monopolio de la única sanción legal, cotidianos pero definitorios actos de la vida humana. Controlaba sin competencia alguna el sector educativo y los medios de difusión, además de administrar numerosas obras de beneficencia. Sus integrantes significaban un porcentaje importante de la población blanca30.

Hacia el año de 1746, sin considerar las numerosas ermitas y capillas, en la Ciudad de México funcionaban 84 templos. Por otra parte, existían 36 conventos de monjes y 19 de monjas, 7 hospitales, 2 colegios de niñas y 9 de estudios mayores.

Luis González Obregón, en su relato “Los toques de las campanas”4, nos describe como, a lo largo de toda la jornada, la vida citadina se ajustaba a los repiques que provenían de los campanarios de la Catedral, así como de las torres de los otros templos.

La ciudad colonial se despertaba con las aves marías, que llamaban a las primeras misas; a mediodía, los tañidos convocaban a comer. A las tres de la tarde, las campanadas recordaban la hora en que murió el Redentor, que se conmemoraba, se estuviera en las calles o en el hogar, con el rezo de tres credos, de rodillas y con la cabeza descubierta.

La caída de la tarde era anunciada por el Angelus, a partir del cual ninguna mujer honrada debería estar en otro sitio que no fuera el hogar. A las ocho de la noche, un cuarto de hora de campanazos indicaba la plegaria de las ánimas.

Múltiples acontecimientos, como defunciones de altos dignatarios civiles y religiosos, festividades, días de guardar y conmemorar, eran pregonados desde torres y campanarios.

Esto no se extinguió con el fin de la colonia, persistió hasta muy entrado el Siglo 19, según nos narra la Marquesa Calderón de la Barca en su ameno y excelso testimonio31.

12.4 Agua y acueductos
Hasta nuestros días llegan, en diferentes condiciones de preservación, tres acueductos construidos en el Siglo 18. Dos de ellos, los que se encuentran en mejor estado, en realidad no se hicieron para abastecer del vital líquido a la sede de los poderes coloniales y se localizaban en zonas entonces muy alejadas. Absorbidas éstas desde hace tiempo por la mancha urbana, nos quedan ahora bastante cercanos para, en una visita, darnos una idea de su fábrica y operación.

Así, en el Municipio de Naucalpan, se encuentra el Acueducto de Los Remedios, edificado en 1765 por órdenes del Virrey, como solución al ineficiente funcionamiento de un caño que databa de 1616 y con lo cual se pretendía dotar de agua al Santuario de Nuestra Señora de los Remedios y al pueblo del mismo nombre. Tiene 50 arcos y una longitud de 500 metros y, según dice la versión más difundida, nunca llegó a funcionar como se esperaba, por lo que permaneció sin uso poco tiempo después de su puesta en operación.

En los límites de la Delegación Gustavo A. Madero y el Municipio de Tlalnepantla, se encuentra el Acueducto de Guadalupe, que tuvo 2310 arcos y cubría un trayecto de más de 10 k desde el Monte Alto hasta la fuente que se encontraba en el centro de la plaza del Santuario del Tepeyac. Su fábrica duró ocho años, entre 1743 y 1751, y fue inaugurado en tiempos del Virrey Juan Francisco Güemes y Horcasitas, quien gobernó de 1745 a 1755. Este acueducto fue destruido en su mayor parte, y en 1938 sufrió un corte para dar paso a la Carretera México-Nuevo Laredo, colocándose monumentos conmemorativos a ambos lados.

Peor suerte corrieron los dos acueductos que aprovisionaban de agua a la ciudad de México durante esta época, el de San Cosme y el de Chapultepec, los que desaparecieron casi en su totalidad del paisaje urbano en el siglo antepasado.

El segundo de los mencionados, llamado también de Belem, fue inaugurado en 1779 por el Virrey Antonio María de Bucareli y Urzúa (gobernó de 1771 a dicho año). Conducía a lo largo de casi cuatro kilómetros y sobre 904 arcos, un tercio de las aguas que consumía la ciudad. La calidad era considerada inferior a la que provenía de Santa Fe, y se le llamaba “gorda”, debido a que durante la época de lluvias llevaba barro y otras sustancias.

El agua que llegaba a la ciudad, gracias a estos dos conductos, se distribuía a través de unos 9.2 km de cañerías. Existía un medio millar de fuentes particulares y una treintena eran accesibles al público. Las primeras se encontraban en casas de nobles, conventos, algunos comercios y oficinas públicas; en el Palacio Real, por ejemplo, había nueve.
La falta de disposición del líquido para la mayor parte de la población propició la aparición de baños públicos. Estos negocios pertenecían, por lo general, a las órdenes religiosas, y ofrecían sus servicios distinguiendo entre hombres y mujeres. La población pobre se surtía en las fuentes públicas, con el aguador de cántaro o chochocol, a razón de un real el cántaro.

Las pésimas condiciones de higiene con la cual se manipulaba el agua, explican en parte las epidemias que frecuentemente asolaban a la urbe, de las cuales en el Siglo 18 se presentaron 16, siendo la ocurrida entre 1736 y 1739 la causante de 60 mil defunciones.

Un tópico relacionado con este aspecto es el referente a la disposición de los desechos. En lo que toca a la basura, durante mucho tiempo se pensó que era conveniente dejarla en las calles, intencionalmente. Se creía que, por la altura en la cual se encontraba la ciudad, el aire era de menor densidad, y al descomponerse las inmundicias ayudarían a que tuviera mayor consistencia.

El drenaje no existió durante esta época, ni en otra del período colonial. En las casas, era frecuente que se tuviera un cubo o balde, en el cual se depositaban las heces y la orina de los ocupantes de la morada. Al colmarse el depósito, sencillamente se abría la puerta o la ventana y se arrojaba el contenido a la vía pública, no sin antes proferir un grito de advertencia a los transeúntes: ¡Aguas!, de lo que queda su utilización como señal verbal de prevención.

12.5 Combustibles y alumbrado
Para todo tipo de necesidades, tanto en el hogar como para manufacturar una serie de productos (panes, velas, artículos de herrería), se utilizaba la leña y el carbón. En la mayoría de las viviendas, no existía un espacio definido para la preparación de los alimentos. Gran parte de la población vivía en condiciones de hacinamiento, en algo así como las vecindades de nuestros tiempos, con cuartos en los que se aglomeraban diez o veinte personas, y que en conjunto llegaban a ser el albergue de hasta unas 300 y hasta 400. Esto explica, según se indica, la aparición de puestos de fritangas, pues las cocinas eran privilegio de los conventos o las mansiones de los adinerados.

La ciudad era, por las noches, lóbrega y oscura. Las familias de recursos acostumbraban tener al menos un farol en la entrada principal. Por disposición de las autoridades del Ayuntamiento, desde tiempos anteriores, cada establecimiento comercial estaba obligado a tener un hachón en el exterior, el cual, en el Siglo 18 se exigió que fuera una linterna.

Aunque hubo otras experiencias anteriores, algunas remontadas a la época prehispánica, el alumbrado público en forma se atribuye al Virrey Juan Vicente de Güemes Pacheco de Padilla, Segundo Conde de Revillagigedo, quien gobernó de 1789 a 1794, y es considerado uno de los mejores gobernantes que tuvo la Nueva España. En 1787, con fondos solicitados al gobierno citadino, ordenó la colocación de faroles de vidrio con lámparas de aceite, al principio de nabo, y distantes 50 varas (41.75 m) uno de otro. No se encendían cuando había luna llena, y normalmente se apagaban a las diez de la noche, horario fijado para el cierre de los expendios de bebidas y comestibles.

Se creó un cuerpo especial al que se confió el cuidado de los faroles, llamados por ello guarda faroleros. Cada uno de ellos tenía asignados doce lámparas. Además de encargarse de encenderlas y apagarlas, se les obligó a que, cada quince minutos, a partir de las once horas, gritaran la hora y dieran el estado del tiempo.

Dado que las lluvias no se presentaban en buena parte del año, la mayoría de sus informes verbales indicaban que el cielo estaba en calma, sereno. Por ello, fueron identificados por los vecinos con este término, serenos. A este agrupamiento, que tenía que permanecer en las calles con funciones de vigilancia, se le considera el antecedente directo de la policía urbana.

12.6 Abasto de bienes de consumo
Al finalizar el Siglo 18, para atender las más diversas necesidades de los habitantes, existían dos millares de establecimientos. De ellos, unos doscientos eran almacenes de ropa. Había alrededor de cuatro centenas de vinaterías, cerca de cuarenta azucarerías e igual número de cererías. El pan se expendía en un centenar de tahonas. Se estima que operaban aproximadamente una cincuentena de tocinerías, cuatro decenas de boticas, más de cincuenta platerías y unas ciento veinte sastrerías. Pasaba de 221 el número de pulquerías y de 50 el de cacahuateras16.

Por otra parte, en 1783, para los adictos a la nicotina, se labraron 6.7 millones de puros y siete veces esa cantidad cajetillas de cigarros, que dejaron tres y medio millones de pesos para remitir a España, sobre una venta total equivalente casi al doble. Un antecedente que se deberá de tomar en su debida consideración en el futuro, cuando se legalicen algunas de las sustancias relajantes hoy prohibidas, es la decisión tomada en 1765.

Ese año la Corona Española estableció el monopolio estatal o Estanco del Tabaco. Su propósito fue regular todas las fases implicadas en su consumo, desde la producción hasta la venta de los productos elaborados, lo que le aseguró ingresos nada despreciables. En 1769, empezó a funcionar la Real Fábrica de Puros y Cigarros de México, con una planta laboral y un nivel de producción tal que fue necesario albergarla, hacia 1807, en lo que hoy conocemos como la Ciudadela.
12.7 Suministro de víveres
Leche.- Por sus características físicas, sabor y contenido nutritivo, se convirtió en un alimento muy apreciado. Al principio, los hatos entraban a la ciudad en desorden; después se reglamentó y se mandó que la ordeña cesara a las ocho de la mañana. Se asignó a cada lechero su zona de abastecimiento, con la obligación de que fuera constante, ya que si pasaba una semana sin surtir, se le revocaba el permiso otorgado por el Cabildo. Por todas partes se dispersaban los lecheros con sus animales, por lo general vacas y cabras, y no era raro que llevaran burras, para abastecer a sus clientes, que hacían largas colas para que los ordeñadores les entregaran el producto, el cual se medía en jarras y vasos. Al finalizar el Siglo, se habían concedido más de 60 licencias.

Carne.- El control del consumo de la carne era una consecuencia natural, en una sociedad altamente regulada por las autoridades. Así mismo, ello tenía por objeto el garantizar el cumplimiento de los días de vigilia, que no se limitaban, como ahora, a los viernes de la cuaresma. El Cabildo concesionaba a un particular la introducción, matanza y abasto de carne a la ciudad, a quien se denominaba el obligado, siendo el único facultado para ello. El contrato respectivo se sujetaba a una subasta pública, la cual se realizaba al concluir la cuaresma y duraba cuatro años. Hacia mediados del Siglo 18 existían ocho carnicerías y la matanza daba inicio a las tres de la madrugada. El Rastro se encontraba en San Antonio Abad, a la altura de la estación Pino Suárez de la Línea 2 del Metro.

Esta situación se mantuvo hasta 1813, cuando se abolió el monopolio de la carne. Los registros, nos indican las preferencias de los citadinos, pues mencionan una matanza anual de cuarenta y cinco mil terneras, dieciséis mil toros, casi doscientos ochenta mil carneros, cincuenta mil cerdos y cerca de un cuarto de millón de cabritos. En cuanto a las aves, se habla de poco más de doscientos mil pavos, un millón y cuarto de gallinas, sesenta y cinco mil pichones, y ciento veinticinco mil patos.

Cereales.- El abasto se centralizaba en almacenes llamados Pósito y Alhóndiga. El primero se encontraba cerca de la Casa de Cortés, en el Empedradillo, y la segunda en el número diez de la calle que lleva en la actualidad este nombre, tres cuadras atrás del Palacio y que también se conocía como el “diezmatario”, por depositarse en alguna época los diezmos en especie.

Estos almacenes adquirían granos, entre otros, trigo, cebada, arroz, haba, frijol y centeno y funcionaban como un mecanismo regulador del mercado. La harina se beneficiaba preferentemente en molinos situados cerca de la ciudad. En las proximidades de la residencia presidencial de Los Pinos, queda el recuerdo de uno de ellos, llamado Molino del Rey. Existían quince de estos negocios, localizados en Azcapotzalco, Tacuba, Coyoacán y San Cosme, entre otras partes.

Pulque y aguardiente.- Uno de los efectos del fin de la época prehispánica fue el levantamiento de las restricciones para beber pulque, llegando a ser una de las fuentes de ingreso fiscal más importantes. La relevancia que tuvo para el Estado se denota en la construcción de una Aduana especial, restos de la cual, al menos la fachada barroca, se encuentran en la Colonia Peralvillo. La burocracia a cargo supervisaba la calidad del fermento y le daba entrada legal, una vez cubiertos los derechos reglamentarios. La bebida se traía en odres de piel de cochino, y a finales del siglo, sin contar lo que se metía de contrabando, se introducía a la ciudad un promedio de trescientas mil cargas al año, equivalentes a cuarenta millones de kilogramos.

Las pulquerías eran jacalones o tinglados sostenidos por postes y adosadas a un muro, utilizándose los barriles con tablas para servir el néctar de los dioses. Los nombres que tenían el medio centenar de establecimientos diseminados por la ciudad, eran tales como La Vencedora, La Sultana, La Reina, Tumba Burros, Los Pelos, Paredón de los Papas, Las Cantantes, etc.

Cerca, siempre se encontraba un puesto de fritangas, así como los músicos. En 1764, por los escándalos suscitados, se mandó la supresión de las fritangas, la música y los bailes en las inmediaciones de estos negocios. El pulque se vendía en jícaras, o para llevar en recipientes de tres cuartillos (5.6 litros), a medio real el pulque fino y a un cuarto el ordinario.

Otras bebidas de consumo eran el aguardiente de caña y el tepache, frecuentemente mezcladas con pulque. En el lapso de 1799 a 1800, se consumieron en la Ciudad de México más de diez mil barriles de aguardiente, indicándose que se rebajaba hasta con cuatro quintas partes de agua, por lo que se le llamaba “corriente”.

12.8 Las plazas de la Ciudad
La más importante de todas continuó siendo la Plaza Mayor. Hasta su reordenamiento en los tiempos del Segundo Conde de Revillagigedo, de las descripciones se desprende la imagen de un verdadero muladar. Destaca la visión que plasmó Francisco Sedano, que textualmente nos dice: “Escurriendo de los techos de tejamanil había pedazos de tepetate, sombreros y zapatos viejos y otros harapos que echaban sobre ellos. Lo desigual del empedrado, el lodo de los tiempos de lluvias, los caños que atravesaban, los montones de basura, excrementos de gente ordinaria y muchachos y otros estorbos, lo hacían de difícil andadura. Había un beque o secreta que despedía un intolerable hedor y por lo sucio de los tablones de su asiento, hombres y mujeres hacían sus necesidades trepados en cuclillas con la ropa levantada a la vista de las demás gentes, sin pudor ni vergüenza, y era demasiada la indecencia y deshonor…Cerca del beque se vendían puestos de carne cocida y de ellos al beque andaban las moscas. De noche se quedaban a dormir los puesteros debajo de los jacalones y allí se albergaban muchos perros que alborotaban y a más del ruido que hacían se abalanzaban a la gente que se acerca”.

La Acequia Real arrastraba de manera permanente basura y suciedad, y desprendía fétidas emanaciones. En el centro de la Plaza, había una fuente, construida por Pedro de Arrieta, en la que se surtían de agua los puestos, y era utilizada para el aseo y lavado de la ropa.

Las crónicas señalan que el Palacio era una extensión del desorden que privaba en la plaza, ya que sus puertas nunca cerraban y en su interior, además de venderse pulque, se jugaba a los naipes y varios de sus aposentos eran usados como dormitorios por los vagabundos que deambulaban todos los días por plazas y calles de la ciudad, o bien cual depósitos por los puesteros.

En 1703, se inauguró El Parián, que, como se ha dicho, fue construido por el Ayuntamiento para albergar los cajones o tiendas destruidos durante el Motín de 1692. Por la descripción que nos hace Luis González Obregón32, se trataba de un edificio de dos pisos que ocupaba una parte considerable de la plaza, cerca de la esquina suroeste, enfrente del Ayuntamiento y del Portal de Mercaderes y se cree tenía ciento sesenta mil metros cuadrados16. Había un total de ochenta tiendas, distribuidas en el exterior y el interior, y era el lugar donde se dictaba la moda de la época, además de poderse conseguir todo lo imaginable. El nombre, de acuerdo con la mayoría de las fuentes, se le dio en recuerdo al mercado de Manila, llamado de igual forma, y debido a que era el lugar en el que se expendían las mercaderías que traía la Nao de China.
La Plaza de Santo Domingo, era la segunda en importancia. Su trazo no fue contemplado en el diseño de Alonso García Bravo, se debió a los dominicos, quienes deseaban tener un espacio para las ceremonias religiosas. Con el paso del tiempo, adquirió otras funciones, como sitio de reunión, de recreo, de comercio, etc. Los portales estaban ya en el Siglo 16, y fueron reconstruidos en el 18.

A principios de dicho siglo, al construirse la Iglesia y el Convento de Santa Teresa la Nueva, en la parte poniente se concretó la Plaza Loreto, la que, según se dice, llegó a figurar entre las de mayor relevancia. También en esta misma centuria, en tiempos del Virrey Juan Vicente de Güemes Pacheco de Padilla (1789-1794), al desalojar a los comerciantes que ocupaban los puestos de la Plaza Mayor, en los terrenos de la Plaza El Volador, se construyó un cuadrado con banquetas, para dar acomodo a parte de éstos. Los locales de madera que se les asignaron tenían ruedas en la base para su rápida movilización en caso de algún incendio.


12.9 Algunos virreyes notables
Carlos Francisco de Croix (1767-1771). A poco tiempo de su llegada, le tocó ejecutar el decreto de Carlos III, mediante el cual se expulsaba a la Compañía de Jesús de todos los territorios españoles. En la Nueva España ocurrió a partir de junio de 1767, e implicó la salida de 678 sacerdotes, hermanos y estudiantes, descabezando instituciones educativas del más alto nivel, o proyectos de colonización en el noroeste del territorio colonial. En el bando por el cual fue publicada la cédula real, aparece el famoso párrafo que resume la vocación autoritaria del ejercicio del poder, que podría ser rubricado por muchos de los que han ocupado elevados cargos en nuestra nación: “De una vez por lo venidero deben saber los súbditos del Gran Monarca que ocupa el trono de España que nacieron para callar y obedecer y no para discurrir y opinar en los altos asuntos del gobierno” 33.
Por otra parte, a este gobernante se le debe la superficie actual de la Alameda y, la prohibición de echar las aguas negras de las casas a la calle.

Antonio María de Bucareli y Urzúa (1771-1779).- Por su obra de gobierno, en la Nueva España y su capital, ha sido considerado uno de los mejores Virreyes y en vida fue llamado Bienhechor. Durante su gestión se creó un buen número de instituciones: el Tribunal de Minería, en apoyo al nuevo segmento empresarial emergente; el llamado banco de los pobres, o Real Monte de Piedad y Animas, y, como una especie de retribución a la prohibición del juego de naipes, la Real Lotería.

En lo que toca a la ciudad, durante su mandato la dotó con un nuevo paseo, pensado al estilo parisino, como un boulevard en las afueras, el Paseo de Bucareli. Concluyó el Acueducto de Chapultepec; ordenó el remozamiento de la Alameda y la intensificación de las obras del desagüe del Valle de México, al que llevó a su punto máximo en términos de la época.

Bernardo de Gálvez (1785-1786).- A pesar de lo breve de su período, la ciudad le debe el haber iniciado la construcción de uno de sus edificios emblemáticos: el castillo de Chapultepec, idea que tomó de su padre, Matías de Gálvez, a quien le tocó suceder en el cargo de Virrey. Fue pensado como un lugar de descanso de los gobernantes, y para que ahí se hiciera el recibimiento y entrega del bastón de mando a los sucesores, lo que a final de cuentas no fue aceptado por la Corona34.

El costo de los primeros trabajos, que finalizaron un año después del misterioso fallecimiento del Conde de Gálvez, y que ascendió a trescientos mil pesos, dio pié a la versión de que se trataba de una fortaleza, con la cual apoyaría supuestos planes de alzarse con el reino. El aspecto actual se debe en buena parte a Maximiliano y a Porfirio Díaz.
Juan Vicente de Güemes Pacheco de Padilla y Horcaditas (1789-1794).- Conocido también por su cargo nobiliario. El Segundo Conde de Revillagigedo, destaca de entre el conjunto de Virreyes designados para gobernar la Nueva España, y la mayoría de las fuentes no duda en señalarlo como el mejor dentro de ese selecto y pequeño grupo.

Enfocó parte de sus esfuerzos a la mejoría de la capital del Virreinato, de la que hizo una muestra a seguir en otras ciudades del dominio español. Puso orden en la Plaza Mayor, en la cual, al mismo tiempo que destruía la fuente o pila construida en 1713 por Pedro de Arrieta, desalojaba a los cajones que se encontraban en el exterior del Parián, reubicándolos en el predio conocido como El Volador, así como en otros espacios en los que se pusieron a disposición nuevos cajones.

Puso fin a una parte de la vía de agua que venía desde la época prehispánica, al cubrir la parte de la Acequia Real que corría por los costados del Palacio y de los Portales de las Flores.

Otras disposiciones lo hicieron precursor del alumbrado público y de la creación de lo que vino a ser el cuerpo de vigilancia y seguridad de la urbe.

La forma de ejercer la autoridad y el poder, con dinamismo, sin tomar descansos, ni aprovecharse en lo personal de su paso por el cargo, hacen de él una muestra difícil de equiparar en el precedente y los tiempos que vinieron después.

Quizás por eso, el que lo sustituyó, no se pudo haber sido escogido peor sucesor que el Marqués de Branciforte, trató de borrar su memoria, en el escándalo de un prolongado e inmerecido Juicio de Residencia.

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