jueves, 20 de noviembre de 2008

11. La ciudad de los colonos (Siglo 17)

11.1 Caracterización general
Para esos tiempos, la ciudad de México se había consolidado como el centro espiritual y material de colonia. Una muestra de ello se observa en la carta que Bernardo de Balbuena le escribe en 1603 a la Señora Doña Isabel de Tobar y Guzmán, con seguridad un amor de juventud, en respuesta al requerimiento de informes que le hace, pues está preocupada debido al traslado de su hijo a esta parte del imperio español25.

Se percibe en su contestación un profundo sentimiento, tanto por la dama como por la urbe. La Grandeza Mexicana, sin que pasemos más allá de su octava, la reunión de la primera línea de cada uno de los ocho cuerpos en los que se divide esta obra poética, muestra la vitalidad de la ciudad, en la que se concentra una diversidad de funciones y de hechos notables, rasgos que, con muy pocas variantes la definen hasta nuestros días.

El afianzamiento de los poderes establecidos en la centuria anterior, entre los que destaca el efecto de la conquista espiritual, aunado al llamado derrumbe demográfico que redujo a una quinta parte la población indígena en la Nueva España, y por ende en la Cuenca del Valle de México, diluyó las posibilidades de una sublevación de los sometidos, y disipó el temor a la eventual rebelión de los vencidos.

La ciudad de los soldados, de los conquistadores, de pequeños castillos feudales, con torres, almenas y fosos, duró hasta principios del Siglo 17, cuando cambió su aspecto con la edificación de casas renacentistas, platerescas o mudéjares e iglesias con bóvedas y cúpulas, que sustituyen los techos de dos aguas. En contraposición, denominamos este período como el de la ciudad de los colonos.

Los rasgos arquitectónicos predominantes fueron: 1) Se inició el desarrollo del barroco, en todas las manifestaciones que tuvo en la época colonial; 2) Aparecieron las bóvedas o cúpulas, existiendo una disputa respecto a si fue primero en la Ciudad de Puebla o en la capital de la Nueva España, así como en relación a cual pudo haber sido el primer templo que hizo uso de este recurso. 3) Comenzó a utilizarse el tezontle, piedra porosa y rojiza, que resaltó en el decorado externo de las construcciones. Así, la ciudad dejó de ser monocromática, o en todo caso, de tener tonalidades grises, y adquirió los colores con variedades de rojo y blanco.

De acuerdo con Francisco de la Maza2, en este siglo, la ciudad alcanzó una cifra de 50 mil habitantes, de los cuales calcula que unos 4,000 eran peninsulares y criollos y el resto indios, negros y castas. Es importante señalar que la dramática disminución, casi al borde del exterminio, de la población prehispánica, hizo necesario su reemplazo por mano de obra esclava, de origen africano, lo que amplifica la gama étnica citadina. A diferencia de lo ocurrido en otras regiones de nuestra patria, este gigantesco crisol que viene a ser en muchos sentidos la Ciudad de México, disolvió sus rasgos después de esta etapa.

En lo que toca a las dimensiones físicas, los límites rebasaron la traza, sobre todo en tres direcciones. Hacia el norte llegaron hasta El Carmen; en el poniente, más allá del borde este de la Alameda, a San Diego y San Juan de la Penitencia; por el oriente, alcanzaron San Lázaro. Tan sólo en el sur, no se presentaron cambios, pues el límite continuó en San Pablo y San Jerónimo.

En términos generales, estos años se encierran entre dos tragedias urbanas. Aunque ambas tienen causas y repercusiones sociales, su catalización proviene de un factor de la naturaleza, el agua, en dos puntos contrastantes, por abundancia o por escasez. En primero de los extremos tenemos la Gran Inundación de 1629, en el segundo el Motín de mediados de 1692, derivado de una sequía que generó malas cosechas, escasez y carestía. Si continuamos en el plano de las generalizaciones, ambos desastres modificaron de manera sensible la faz de la Ciudad.

11.2 El desagüe y la gran inundación de 1629
En los comienzos del Siglo 17, se inició el largo desarrollo de las obras del desagüe del Valle de México. Una solución que en su momento resultó novedosa, propuesta desde las inundaciones que asolaron a la ciudad en la segunda mitad del Siglo 16, y que se extiende desde entonces a la época contemporánea. La persistencia en este camino, sin resultados definitivos, por casi cuatrocientos años, hace pensar si se trata de una respuesta adecuada.

El primer tramo de este esfuerzo continuo, fue diseñado y concretado por Heinrich Martins o Marteens. Se trataba un hombre que había acumulado vastos y variados conocimientos, una eminencia de su tiempo. Fue astrónomo, astrólogo, médico, ingeniero, arquitecto, impresor, cosmógrafo real e intérprete de la Inquisición, pues sabía latín, español, alemán y flamenco. Nacido entre 1550 y 1560 en Hamburgo, a los 8 años de edad pasó a España y después de un regreso a su tierra natal, a los 19, en 1590 se trasladó a la Nueva España, donde cambió su nombre por el de Enrico Martínez.

Los intentos por reestablecer el sistema prehispánico de acequias, diques y calzadas, habían resultado infructuosos y no impidieron que las aguas se desbordaran una y otra vez. Sin saber que lo peor estaba por venir, la inundación de 1607, considerada la de mayor gravedad de las confrontadas hasta ese momento, llevó al Virrey Luis de Velasco hijo, quien acababa de asumir por segunda ocasión el cargo, a estudiar con cuidado la situación. Tomó el parecer de diversos conocedores y consultó antecedentes escritos, lo que le hizo colegir que lo más adecuado era el desagüe de la laguna. Expuso el resultado de sus indagaciones a los miembros del Cabildo y a las autoridades religiosas. Al mostrar su acuerdo éstas, decidió dar comienzo de los trabajos.

Enrico Martínez, a quien se encomendó la obra, explicó que la causa del problema se encontraba en la deforestación de los montes que rodean esta región de la Cuenca del Valle de México. La falta de cubierta boscosa hacía que las lluvias arrastraran los materiales de los suelos hacia los lagos, lo que provocaba la elevación de sus niveles y el desbordamiento hacia la ciudad. Ante ello, propuso la apertura de una salida, a través de un cauce artificial en el norte del sistema lacustre.

Para ello, era necesario hacer un tajo abierto de 6.22 km, un túnel de igual longitud y un canal al término del socavón de poco más de un kilómetro, en total tenía una extensión de 13.238 km. Con ello, se pretendía drenar los lagos por la parte norte, y se complementaba con una intercepción del río Cuautitlán, que no pudo llevarse a cabo. La obra impediría que las aguas del Lago de Zumpango alimentaran el cuerpo acuático que rodeaba a la ciudad.

El 28 de Noviembre de 1607 empezaron las excavaciones en Huehuetoca y se avanzó con rapidez. El conducto inicial fue terminado en menos de un año. Las otras dos secciones se llevaron un poco más. En 1611, el conjunto se puso en operación. El costo total ascendió a 1,150,000 reales e implicó la coordinación, según unas fuentes, de más de 128 mil personas26, la mayoría de ellas indígenas.

El proyecto fue sujeto a críticas apenas terminado. Un grupo de hidrólogos afirmó que carecía de suficiente profundidad, además de insistir en la necesidad de prolongarlo para desviar el Río Cuautitlán. El perito holandés Adrián Bout, enviado en 1614 por el propio monarca español, afirmó que era una obra inútil.

En 1617, el Cabildo destinó más fondos para que Enrico Martínez realizara algunas obras complementarias y seis años después se suspendió toda actividad.

Desde 1627 las lluvias fueron abundantes y Enrico Martínez advirtió que el abandono de su proyecto ocasionaba que las aguas se elevaran de manera alarmante. En 1629, las precipitaciones pluviales fueron en verdad torrenciales, sin precedente. En julio de ese año, el agua rebasó bordes y represas, e inundó las partes bajas de la ciudad. El 20 de septiembre se inició una tormenta que duró 36 horas. Al cesar el aguacero, el día 22 la ciudad amaneció inundada, bajo una capa de agua que llegó a tener, en algunas partes, una profundidad de cerca de dos metros. Tan sólo se preservó un área alrededor de la Plaza Mayor y la Catedral, a la que por mucho tiempo se le conoció como la “Isla de los Perros”, por la gran cantidad de canes que ahí encontraron resguardo.

Se achacó parte de la culpa a Enrico Martínez. Se supo que unos tres meses antes de la aciaga fecha, al tener conocimiento del incremento en los caudales del Río Cuautitlán, decidió obturar la entrada al túnel, ante el temor de que el embate de las aguas lo destruyeran. La vertiente elevó los niveles del Lago de Zumpango, y se desbordó hacia la laguna de San Cristóbal y ésta a la de México. El Virrey Marqués de Cerralvo decidió el arresto del imprudente constructor, y se le sujetó a proceso. A final de cuentas, no se le pudieron fincar responsabilidades e incluso se le puso al frente de la continuación del desagüe.

A pesar de las medidas que se tomaron, algunas de ellas providenciales, como el traslado de la imagen de la Virgen de Guadalupe del Tepeyac a la Catedral, la ciudad permaneció anegada a lo largo de los cinco años siguientes, en el transcurso de los cuales, hacia 1632, murió Enrico Martínez.

Las circunstancias revivieron aquel debate que zanjó Hernán Cortes al imponer su autoridad. Mediante cédula real del 19 de mayo de 1631, el Felipe IV, al observar las dificultades que implicaba el desagüe como solución, instruyó al Virrey para que hiciera una consulta acerca de la conveniencia de mudar la ciudad a los llanos localizados entre Tacuba y Tacubaya.

En las discusiones que se dieron en la reunión de los notables convocados para cumplir las órdenes del monarca, uno de los participantes, cuyo nombre se perdió para la posteridad, conmovió a los presentes, al señalar que toda la gloria ganada por los conquistadores se perdería con el cambio. Les recordó que gracias a ellos se había logrado la conversión de los naturales, y que la ciudad había sido dedicada a Dios y estaba bajo la protección de la Guadalupana23 y 26.

A estos argumentos, se sumaron otros de mayor contundencia material, pues además de que no había mano de obra indígena suficiente para construir la nueva ciudad, las propiedades de la que se tendría que abandonar estaban valuadas en 50 millones de pesos, cifra muy superior a los 4 millones que se estimaba costaría reparar el desagüe.

Sensibles a las razones abogadas, los asistentes determinaron dejar la ciudad donde se encontraba. El paso del tiempo y la acción de la naturaleza, más que la continuidad del drenaje, hicieron que, poco a poco las aguas se fueran retirando.

En 1647 y 1691 los lagos volvieron a desbordarse, sin alcanzar las funestas proporciones de la inundación de 1629. Se estima que, además de la destrucción patrimonial pública y privada, acarreó la muerte de alrededor de 30 mil seres humanos, que, como en cualquier desastre social o natural, eran mayoritariamente integrantes de los sectores sociales más pobres, sobre todo indígenas.

11.3 Reminiscencias de México-Tenochtitlán
La Ciudad de los Colonos mantuvo vivos elementos de la época mexica, varios de los cuales persistieron hasta principios del siglo pasado, y que nos hablan de su existencia en medio de los lagos27. Las acequias, o vías de agua, siguieron teniendo una gran importancia, quizás ya no como elementos para la regulación hidráulica, sino para el transporte y las comunicaciones.

De acuerdo con Francisco de la Maza2, eran cuatro las principales y varias docenas de menores dimensiones. De entre ellas, destaca la llamada Acequia Real, o de Palacio, proveniente del canal de la Viga. Llegaba hasta las proximidades de La Merced, doblaba en ese punto hacia el poniente, sobre la actual calle de Corregidora y pasaba a un lado de Palacio, junto a la Plaza y el Ayuntamiento. Continuaba por 16 de Septiembre, bordeaba el Convento de San Francisco y se unía a la que corría de norte a sur por la calle de San Juan de Letrán.
Además de estas dos, existía la acequia del Carmen, que transcurría de oriente a poniente, sobre lo que es la calle de República del Perú. La última, con igual orientación, se llamaba acequia de la Merced, ya que partía de sus cercanías, proseguía entre Regina y San Jerónimo para desembocar en lo que hoy es la Avenida Chapultepec. La permanencia de estas calles de agua, obligaba a que de tramo en tramo, se dispusiera de una media centena de puentes, no todos de piedra, varios eran de madera y la mayoría estaba en pésimas condiciones.

Se conservaron, por otra parte, las antiguas calzadas mexicas, con la novedad de que la que iba al Tepeyac fue adornada por los paramentos de los quince Misterios del rosario, varios de los cuales desaparecieron misteriosamente en fechas posteriores. Siempre se ha dicho que fueron colocados a distancias pensadas para que pudieran rezarse las diez avemarías que se oran entre cada padrenuestro.

11.4 Oficios y comercios
De acuerdo con un censo que se levantó en 16892, en la Ciudad de los Colonos operaban 42 tratantes de cacahuate con 28 cacahuateras. Estaban funcionando 13 panaderías. Diversas prendas de vestir se vendían en 68 cajones o tiendas de ropa, pero tan sólo se contaba con 2 sastres y 3 tejedores de seda. Había 3 barberos, 4 zapateros, un golillero, 7 plateros, un librero y una tienda de anteojos.

11.5 La educación
La formación universitaria estaba restringida a una pequeña elite, en su totalidad masculina. La mayoría de las mujeres recibía una enseñanza limitada a conocimientos útiles para conducir un hogar y muchas de ellas no sabían leer ni escribir. La Real y Pontificia Universidad de México se encontraba al este de la Plaza del Volador, en un edificio de estilo renacentista. Fue hasta el siguiente siglo cuando cambió su fachada por una barroca en su variante churrigueresca. Sufrió una última modificación por el neoclásico a finales de esa centuria, mostrando ese aspecto hasta ser arrasada en el porfiriato2.

Los maestros, doctores y bachilleres utilizaban una vestimenta que los distinguía entre sí, complementada por un bonete borlado con los colores de la facultad. Los estudiantes usaban la “beca” o sea una banda de lana, ancha, que colgaban del cuello, y que tenía los colores de la carrera universitaria que cursaban. Los cuadros de especialistas requeridos por la sociedad novohispana, un puñado de privilegiados, se formaban en cinco facultades: Teología, Artes o Filosofía, Derecho Canónico o Eclesiástico, Derecho Civil y Medicina2. De ello, se desprende que la demanda de sus servicios la generaban primordialmente los aparatos burocráticos del Estado y la Iglesia.

En los colegios se ofrecían estudios en Artes, Teología y Derecho, que tenían que ser revalidados en la Universidad. Los principales estaban a cargo de las distintas órdenes religiosas, como los de San Pedro y San Pablo y el de San Ildefonso, administrados por la Compañía de Jesús. El de San Juan de Letrán era sostenido por los franciscanos; en tanto el de San Pablo, lo tenían los agustinos; el de Porta Coeli los seguidores de Santo Domingo, en tanto los mercedarios controlaban el de San Ramón y el Colegio de Cristo2.

11.6 El acueducto de San Cosme
De esta obra, construida entre 1603 y 1620, en los tiempos de los Virreyes Marqués de Montesclaros y Marqués de Guadalcázar, poco quedó. Tenía 900 arcos de mampostería y ladrillo, y una extensión de casi 10 km, siguiendo el trayecto del caño de finales del siglo anterior, que traía el agua de Santa Fe. En el punto en el cual doblaba hacia la ciudad de México, en la Tlaxpana, se encontraba una caja de aguas, llamada de la Orquesta o de los Músicos, por los relieves que la ornamentaban. Finalizaba a espaldas del antiguo Convento de Santa Isabel, donde se erige el Palacio de Bellas Artes, con una caja de aguas a la que se conocía como La Mariscala, cuyo nombre se percibe en los de algunos negocios que aún subsisten, como el de un cine o un restaurante bar. Al parecer, La Mariscala se encuentra aún, cerca de uno de los accesos de la estación Chapultepec, de la Línea 1 del Sistema de Transporte Colectivo.

11.7 La sublevacion de 1692
En la administración del 29º Virrey de la Nueva España, Gaspar de la Cerda Sandoval Silva y Mendoza, Conde de Galve, tras un período de sequía ocurrido en el año anterior, los víveres empezaron a escasear y a encarecerse. El 8 de junio de 1692, se suscitó el incidente de la Alhóndiga, un establecimiento donde se resguardaban los granos adquiridos por el Estado, en un sentido regulador de los precios, y que se encontraba unas tres cuadras al oriente del Palacio Real.

Una multitud se presentó en el lugar, reclamando la entrega de alimentos. La respuesta de los guardias fue tan violenta, que una mujer de color resultó muerta. Con el cuerpo de la difunta a cuestas, la muchedumbre se trasladó al Palacio Real, en solicitud de justicia al Virrey. Los centinelas acometieron con sus armas a los peticionarios, lo cual enardeció al populacho. No faltó quien alzara la voz, lo que provocó que los ánimos se caldearan al extremo. Lo que vino a continuación, fue el saqueo y el incendio del Palacio, de los cajones de la Plaza y los Portales, así como del edificio del Ayuntamiento. Esa noche, las llamas y la reacción de los españoles tiñieron de rojo los cielos y el corazón de la ciudad, efectuándose actos de escarmiento inmediato.

De la conflagración, que arrasó los recintos del poder real, de la autoridad local y del monopolio comercial, se salvó tan sólo el del espiritual, la Catedral. El Virrey, presa del pánico tuvo que acogerse a la protección del Arzobispo, y ese conflicto le ocasionó la pérdida de la confianza y lo más doloroso, del cargo.

En los siguientes días, se realizaron las indagaciones pertinentes, que llevaron, en lenguaje actual, al deslinde de responsabilidades y a la aplicación de penas ejemplares, tras procesos sumarios, a quienes fueron encontrados culpables.

En expresión de las jerarquías, se dio prioridad a la edificación del inmueble en el cual se despachaban los asuntos a cargo del representante del monarca, y donde se albergaban también los encomendados a la máxima instancia judicial de la colonia, la Real Audiencia. Las obras finalizaron después de cuatro años de la sublevación, en 1696, dejándole una estampa ya muy cercana al actual Palacio Nacional, aunque con una “estatura de niño y de dedal”, como lo calificaría en 1921 Ramón López Velarde.

En 1698, le tocaría al Ayuntamiento estrenar su nueva sede, que recuerda, en pequeñas proporciones, a la del Gobierno de la Ciudad de México. Al último, se restituyó a los comerciantes. En una de las tantas previsiones que se tomaron para evitar que factibles estallidos sociales ocasionaran daños tan cuantiosos, se propuso sustituir los cajones con un mercado, construido de materiales de mayor resistencia, mampostería y tepetate al que se vino a conocer como El Parián. Inaugurado en 1703, ocupó durante cerca de siglo y medio una buena parte de la Plaza Mayor.

11.8 Las castas
El propósito de la Traza, en lo que toca a delimitar el espacio donde residirían los españoles, es decir, la separación de las etnias, no pudo concretarse en la práctica. Lo que ocurrió fue el mestizaje.
A diferencia de lo que aconteció en las colonias anglosajonas, en las que los migrantes llegaban por lo general en grupos familiares, en la América Española, sobre todo en los primeros años, la proporción entre hombres y mujeres era de una por cada diez o doce varones. Las pocas mujeres que emigraban, estaban comprometidas, ya sea en matrimonio concertado, con algún peninsular adinerado, o con Dios, por pertenecer a alguna orden religiosa. Las restantes, era frecuente que vinieran a ejercer el oficio femenino más antiguo del orbe.

Fueron tres las sangres que se encontraban presentes en el Siglo 16: La indígena, obviamente preexistente; la europea, predominantemente ibérica, y al último la africana importada como mano de obra esclava al derrumbarse los montos de población prehispánica.

Las relaciones que se dieron entre los representantes de cada una de ellas determinaron la aparición de una gran diversidad de tipos humanos, con características físicas diferenciadas, a los que se llamó castas. La proporción de sangre española resultante del intercambio sería un factor de alta trascendencia, pues determinaría la ubicación del individuo en la sociedad, y sería el fundamento legal para adscribirle derechos y obligaciones.

A continuación, se enlista una pequeña muestra de los nombres con los que se identificó a las diferentes castas, así como de los grupos que les habían dado origen:




1. Mestizos Español/india
2. Castizos Español/mestiza
3. Mulatos Español/negra
4. Coyotes Barcino/mulata
5. Lobos Indio/salta atrás
6. Moriscos Español/mulata
7. Albinos Español/morisca
8. Albarrajados Cambujo/mulata
9. Salta atrás Español/albina
10. Cambujos Zambaigo/india
11. Zambaigos Lobo/india
12. Tente en el aire Calpamulato/cambuja
13. No te entiendo Tente en el aire/mulata
14. Barcinos Indio/mestiza
15. Chanizos Coyote/india











11.9 Los Virreyes
Fueron la más elevada personalidad política en la Nueva España, en la que representaban la autoridad del monarca. Detentaban facultades superiores en materia política, administrativa, religiosa, económica y militar. Tuvieron por residencia la capital de la colonia. Dispusieron para habitación y despacho de la mitad del Palacio Real, como sabemos, adquirido a Martín Cortés en 1562. La relación comienza con Antonio de Mendoza (1535-1549) y termina con Juan O’Donojú quien, paradójicamente, cuando llegó a la Ciudad de México, en septiembre de 1821, había dejado de ser el Virrey.

A lo largo de los 300 años que fuimos una parte del Imperio Español, dos dinastías nos gobernaron. La primera de ellas, con lazos hereditarios germanos, los Habsburgo, están representados por cinco monarcas y fueron los responsables de la conquista y la colonización de la América Española. Su dominación se extiende desde Carlos I (1517-1556) hasta Carlos II (1665-1700), habiendo designado a 32 Virreyes novohispanos.

La segunda dinastía, ligada a la nobleza francesa, se denominó los Borbones. Ellos revolucionaron los órdenes político, administrativo, cultural y religioso de sus posesiones americanas, mediante las Reformas Borbónicas, lo que preparó las condiciones para su pérdida. Su período se integra por 7 monarcas, y va de Felipe V (1700-1724) a Fernando VII (1808-1821), quienes nombraron a 30 virreyes.

Los reyes de la Madre Patria fueron conscientes del peligro que significaba la concentración de tantas funciones en un personaje que, en el mejor de los casos, se encontraba a dos y medio meses de viaje como mínimo. En prevención de cualquier eventualidad, se diseñó un sistema de contrapesos para evitar, o al menos dificultar, que “se alzara con el reino”. Dos de ellos eran los más importantes, uno fue la presencia de la Iglesia, representada en la Nueva España por el Arzobispo de México, figura con la que frecuentemente se entraba en conflicto. Muchos de los enfrentamientos se resolvían a favor del primado, e incluso en algunos de ellos la solución fue sustituir al Virrey.

Por otra parte, ya desde los años de Hernán Cortés, se estableció la Real Audiencia, una especie de tribunal de última instancia en la colonia, que podía conocer de todo tipo de causas, incluidas las que se entablaban contra el Virrey. Este órgano colegiado era presidido por los Virreyes, pero sus derechos se restringían a la voz, negándoseles el voto y sus determinaciones sólo podían ser revisadas por el Rey. El recordatorio de su poder tenía una expresión física, en el sentido de que este colectivo y el aparato burocrático que requería para la atención de los asuntos de su competencia, ocupaba la mitad del Palacio Real.

Otros factores que constreñían el poder del Virrey eran los Visitadores y el Juicio de Residencia. Los primeros, enviados desde la corte en atención a una demanda grave, llegaban de incógnito y al llegar a la Ciudad de México se identificaban y exhibían las instrucciones que marcaban su cometido, con las que procedían a tomar conocimiento de las informaciones que fueran precisas.

Si el Visitador era un factor regulatorio aplicado durante el ejercicio del mandato, el Juicio de Residencia era una frontera ineludible al término de la encomienda. Al concluir ésta, se abría lo que ahora llamaríamos una mesa de quejas, a la cual podían acudir aquellos que hubieran sido agraviados por alguna actuación del Virrey, a fin de presentar sus demandas.

11.10 Las malas palabras
Según nos cuenta el Dr. Manuel Olimón Nolasco, sacerdote e historiador, especializado en la historia de la Iglesia Católica Mexicana, las malas palabras se deben a los padres misioneros y aparecieron desde los inicios de la evangelización de los naturales. Se propusieron evitar, y en mi modesta opinión lo lograron exitosamente, que los indígenas insultaran como lo hacían los españoles, pues más que injuriar, éstos blasfemaban. Varias de sus expresiones ofensivas se relacionan con la religión católica, ejemplo de las cuales son del estilo de: ¡rediez!, ¡me cago en Cristo!, ¡hostia!, ¡pardiez!, etc.

Al mismo tiempo que adoctrinaban, los buenos pastores le dieron significados diferentes a una serie de vocablos que, hasta entonces, alrededor del Siglo 16, tenían, por así decirlo, campos semánticos asépticos. Los transformaron en vehículos verbales para expresar sentimientos de ira, burla o desprecio. Existen muchas posibilidades que este proceso se haya dado, inicialmente, en la capital de la Nueva España.

Las malas palabras mexicanas son el elemento más constante en las diferentes formas que existen en el país de hablar el español. Con mayor o menor intensidad, se utilizan en todas las regiones de México.

En alguna ocasión, Carlos Fuentes, un mexicano que, por circunstancias familiares, pasó buena parte de su infancia y adolescencia en el extranjero, señaló que a él, personalmente, no le sabía igual insultar o ser insultado si no era utilizando las llamadas malas palabras de México.

Estas nos son muy propias, definitorias de nuestra propia forma de ser y en otras partes del mundo donde se usa el castellano, por otros pueblos, no tienen la misma connotación.

Tomando una fuente tan seria y reconocida como es de Octavio Paz28, para que no se piense que es broma, pues estamos citando una de las obras de nuestro único Premio Nobel de Literatura, existe una palabra dentro de este conjunto, que es la que posee el mayor número de significados y que no se sabe con claridad cual es su origen. Tal es la sonora palabra “chingar”.

El propio Octavio Paz indica que su origen es la denominación de un aguardiente que se consumía en las Islas del Caribe, al cual llamaban chinguere. Por otra parte, nos ofrece una interpretación que lo inserta en el alma nacional, y que quizás explique su popularización, pero no esclarece lo relativo a su aparición.

Artemio de Valle Arizpe, uno de los grandes cronistas de la Ciudad de México, ofrece dos posibilidades29. Una de ellas es que viene de una voz de Andalucía, idéntica en su forma de ser escrita y con la acepción de fastidiar, molestar. La otra versión es que se relaciona con una pena a la cual se sujetaba a ciertos delincuentes y que tiene que ver con la Nao de China, dando lugar a un nuevo verbo chinar que bien pudo evolucionar al vocablo ofensivo.

En el cuadro siguiente, se hace una relación de algunas de estas acepciones:

1. Geográfico Un lugar muy lejano, la chingada, que como el infierno de Dante, tiene varios círculos, pues hay hasta una quinta chingada
2. Cantidad En sentido aumentativo (un chingo), o su contrario (chingaderita)
3. Mala jugada, ruin Hacer una chingadera, o ser víctima de ella.
4. Molestar Se la pasó chingue y chingue
5. Falla definitiva Por ejemplo, el motor se chingó.
6. Esforzarse Para llegar a tal meta, hay que chingarse
7. Individuo taimado en su proceder nocivo Chingaquedito
8. Hacer el amor de manera agresiva Fulano se chingó a fulana
9. Vencer Brasil se chingó a México
10. Perito, conocedor Chingón
11. Golpe seco Chingadazo
12. Pérdida total e irrecuperable Se lo llevó la chingada
13. Estado de enojo superlativo Estaba que se lo llevaba la chingada
14. Individuo duro, agresivo, despiadado Un hijo de la chingada
15. Expresión de sorpresa o admiración Ah chingá, chingá
16. Asociado a la madre El peor insulto que puede recibir un mexicano

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